Una noche con Bukowski

Mientras se arreglaba frente al espejo de su habitación Liseth pensó en el vuelco que estaba dando su vida en esos momentos, un vuelco voluntario una decisión si no premeditada, impulsada por acontecimientos inesperados o quizás acelerados.

La imagen que veía reflejada era la de los últimos tres años, quizás un poco más delgada (cosa que le satisfacía), aún conservaba en el exterior algo de la niña que por creer en una relación había salido de su casa y dejado todo atrás. Los mismos lentes de montura y la misma actitud conservadora y adusta que no denotaban, ni por asomo, su gusto por la música rock y la tendencia un tanto oscura de sus escritos.

Así mientras terminaba de atar las trenzas de sus botas se repitió la cartilla que como un mantra se venía remachando desde hace tres días cuando Jean Carlos, su ahora ex novio, le había manifestado su decisión de dejar las cosas como estaban, terminó, la botó y la dejó a su suerte. Ahora buscaba un lugar donde vivir para salir de ese apartamento que había compartido con él. Pero no se trataba sólo de un cambio de lugar, se pondría lentes de contacto, se pintaría el cabello, trataría de operar un cambio radical pero sin perder su esencia.

Tomó las llaves y pensó una vez más si sería bueno llevarse sus poesías, aquellos versos torpes que había escrito desde el fondo de sus agobios o dejarlas y hacer un primer contacto para decidirse a leerlas en público, se resolvió por la segunda opción y se dispuso a tomar el metro para irse al Bukowski Club, un sitio en el que, según le habían dicho, se reunían los miércoles anónimos que leían sus escritos en una suerte de peña poética.

Quedaba muy cerca de la calle Fuencarral por lo que le fue fácil llegar. Al entrar la nube del humo de los cigarrillos la golpeó en el rostro y en la nariz había mucha gente y casi no se podía caminar, quedaban unos pocos bancos altos para sentarse ante la barra, a la derecha, a la izquierda mesas redondas y altas eran ocupadas por parejas y grupillos de hombres solos que escuchaban con atención la voz proveniente del final de ese pasillo ancho como un zaguán que es el Bukowski; las paredes se adivinaban pintadas de carmesí, gracias a la luz que incidental las bañaba desde la barra y los cuadros colgados ellas, le daban al lugar un toque amistoso en medio de un ambiente que se le antojó a Liseth un poco decadente, era lo que más le gustaba.

Se quedó apoyada en la barra muy cerca de la puerta la que a cada momento se abría para dar paso a personajes de una fauna variopinta que traspasaban el umbral con una carpeta, un papel o un cuaderno en una de sus manos para acercarse a la barra y pedirle al bar tender una copa y: «que le digas al dueño que me ponga en la lista» a lo que se acercaba un hombre cano de unos 45 o más, bien parecido y con barba tipo candado: «¿cómo te llamas?» y colocaba el nombre del interesado en una hoja.

Todo este movimiento se producía alrededor de liseth quien luego de estudiar los precios de las bebidas que estaban colgados en la pared se decidió por una copa de vino tinto, si, se tomaría solo una poco a poco, la iría saboreando, en fin no era mucha su afición por el alcohol. A su lado, una mujer le miró y le sonrió estaba sola igual que ella y no supo si su sonrisa era amistosa o sería un encantador mohín lésbico, no obstante se inclinó por la primera apreciación luego de la lectura del poeta rapero, (llamado así por el dueño del local cuando subió a leer unos poemas que parecían letra de reggaetón) y la mujer le hiciera un comentario acerca del estilo del improvisado escritor.

Improvisados o no, siguieron subiendo a la tarima uno tras otro, todos aquellos que querían dejar sus versos en el entarimado del Bukowski unos buenos, otros regulares; unos desgarradores, otros existenciales de repente Liseth perdió su aprehensión en cuanto a leer o no sus escritos, en cierto modo le producía vergüenza leer ante un montón de gente aunque no la conocieran pero si había decidido darle una vuelta de hoja a su vida ¿no era esta una manera? Además la gente que la rodeaba esa noche no se le diferenciaba mucho a excepción de la mujer a su lado quien escuchaba atenta, sonreía, asentía y tomaba notas febrilmente en una pequeña libreta roja que apoyaba sobre la cartera puesta en su regazo.

Liseth tomaba su vino lentamente, pues se vio envuelta por el ambiente, la gente reía y aupaba a los poetas y no tan poetas que uno a uno y desde las 9:00 de la noche se agolpaban en el recinto para darse a conocer o quizá pertenecer a ese pequeño grupo y diferente a todos por lo que escribían o por atreverse a desnudar su alma y expiar sus demonios entre las cuatro paredes del Bukowski.

Casi era la 1:00 de la madrugada y si no quería perder el último metro de ese día debía apresurarse, menos mal que la estación Tribunal estaba cerca y la alcanzaría en unos cuantos pasos, estaba sumida en estas cavilaciones cuando el bar tender le puso más vino a su copa y a la de la mujer de la libreta mientras anunciaba que iba por la casa.

Apuró el trago, mientras observó que la mujer también lo hacía, se lo bebía de un sorbo, para luego levantarse de su silla y con una sonrisa decirle mientras se dirigía a la puerta: ¡Ey, creo que te volverás asidua, espero que nos veamos el próximo miércoles y que te atrevas a leer! Liseth se preguntó: ¿Cómo supo este personaje que se encontraba en la disyuntiva de leer o no? Le dio las gracias al bar tender y salió al frío de la calle, miró hacia ambos lados, sólo viandantes apuraban el paso bajo la tenue llovizna y no había señales de la mujer. Quizá el otro miércoles leería, si volvía al Bukowski.

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